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Al fondo, con su espalda dando al Río de la Plata, asoma con la pera salida, la mandíbula deforme (tal vez por un golpe en su infancia), una tal Mme Duhamel (es increíble, pero después de años, mantengo el respeto por ese "Madame"). Es ella, imbuida de ese hálito inconfundible, ese hedor inaguantable, pero el diablo soporta estoicamente sus defectos y sublima sus virtudes. Ubicada estratégicamente en el extremo del pasillo del primer piso, su ubicación ejerce, por sí sola, un respeto de crimen; da la impresión que desde allí, disfruta de un cierto poder panóptico (y panorámico) sobre los alumnos del liceo, hastiados de tratar con ella por cualquier razón, para cualquier cosa. Apersonarse en ese "bulo" significaba cruzar la frontera hacia el mal gratuito, el odio placentero, y olvidarse de un Beldent para bancar los olores del diablo representaba casi un pecado (es verdad que la visita se tornaba menos densa si la gorda estaba secundada por algún preceptor soba medias). Los anteojos de la época de Buster Keaton, el tailleur grisáceo con graves y evidentes síntomas de desgaste (por los años, el uso, la erosión eólica de Marcelita Zinno, el teorema de Thalès de Carles...), los dientes amarillos de tanto comer polenta y el cigarrillo, "el" cigarrillo: distintivo básico de Duhamel. Filtro banco, siempre prendido, pitadas ávidas que lo queman sin piedad, y un cenicero escondido en un cajón de su escritorio, por dónde el humo buscaba algún destino olvidado de nuestra presencia. El pelo, color irreproducible (tal vez una mezcla de tinta china y fibras Jolly) con forma de embalsamado para que no pierda esa espontaneidad al agitar la cabeza. La mano izquierda, regordeta, con las uñas fuertes, descansando sobre la generosa busarda (sanos almuerzos de la cantine, postre: gelatina o flan). Los pies, con zapatos de enfermera, son los elementos del cuerpo más escondidos bajo el rigor de la mesa. El chivo (está claro que nunca hubiera podido protagonizar una campaña de Axe) junto con el faso: mixtura explosiva: resultado feroz: bomba de olor. Los ojos, celestes, sí, los ojos celestes en un símbolo de ternura inusual, lo único por lo que la hubiéramos mirado a la cara. La mano derecha, más amarillenta (casi ocre) alternando entre el cigarrillo y la lapicera para firmar las obras de la impunidad, del sarcasmo. Yo siempre sentí cierto pudor al entrar allí, pero también (y debo reconocerlo) cierto desafío y curiosidad. Mis manos envolviendo el estómago, soportando los perfumes que exhalaba nuestra antigüa institutriz. Ella imponía algo diferente a cualquiera, al menos hasta E1. La dupla de delegados en los consejos de clase se atemorizaban más frente a la presencia fantasmal de la gorda que frente a la verborragia de los directores. Hasta E1, a fines de diciembre de ese año (a la generación 98) le tocó el comercial y tan divulgado viaje a Francia. La mujerzuela nos acompañó allí y todo fue algo diferente: complaciente, mejor humor que d'habitude, y ningún tipo de prohibición (se rumoreaba: la vieja le da al fernet, en realidad la vieja le daba al Snickers con coñac, otra feroz mezcla). Personaje ambigüo, extravagante, de cuento de Córtazar, ¿alguna vez habló en castellano? ¿supieron que los nietos iban al colegio? ¿hasta qué hora se quedaba? ¿faltó alguna vez la turra? Mitos liceanos, del fin del pasillo. Esteban Feune de Colombi. (generación 1998, Letras) |
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